Por la Calle de los Reyes la gente huye de las bombas que caen, un rato sí y otro también, sobre sus sienes tostadas. Se alejan mordiendo el humo blanco a un palmo de sus caras de cristal, y los chinos, que siempre se apuntan a los bombardeos, corren a refugiarse tras los carteles de helados que ya nadie fabrica. Ella parece sonreír, pero es sólo la sombra en picado de otro que cae, proyectada bajo la nariz. Los chinos también se han confundido, y no tardan en rectificar los precios. Yo, en cambio, me resisto y vuelvo a resbalarme en esa acera brillante que siempre me impulsa hacia abajo. Los tengo dentro del estómago. A veces, uno se me asoma al pecho y vomita los aceros afilados de la aeronáutica inservible. Hay que ver cómo me río. Hay que ver cómo nos miran. Ellos también lo saben, pero susurran para otro lado, y ahora noto que tengo rotos los bolsillos y que me está entrando demasiado frío. He mirado la hora y siguen siendo las ocho en punto. Ya no huele a pan recién hecho, los coches destrozan el claxon y se me ha olvidado la letra de esa canción. Por un momento has pensado en subir la Gran Vía para desayunar algo, y la humedad de tu mano me ha dejado la mía para tirarla a la basura, tan temprano.
Al pisar la Plaza de España ya no estás.
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4 comentarios:
Joder Ernesto qué bonito. No son unas palabras muy críticas pero es lo que he pensado al acabar de leerlo.
Gracias mi niño. Ya sabes que opino que estos textos deberían estar impresos en papel y circulando pr librerías.
Muy tuyo. Muy tú. Bienvenido de nuevo a bordo. La canción... ni hecha a medida.
Joder, cuanto más lo leo, más me gusta.
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