De pequeño, mis mayores me tildaban de negativo. "No", les respondí una y otra vez, sin que ello menoscabara en modo alguno sus prejuicios hacia el no. "No, no soy negativo, no, no tenéis razón, no, no sabéis de lo que habláis." Ha pasado el tiempo y tal vez me pesen un poco más las pelotas, tal vez, digo. Por lo demás, sigo en mis trece. Algo sucedió cuando me instalé en el cabalístico tridécimo. Ya no volví a mirar el mundo de otro modo. Por eso, y dadas las circunstancias, opté por nacer un día trece, o, incluso, elegí no nacer antes que hacer cualquier otra cosa. Eso cuando aún elegía elegir: eso fue antes de nacer, ya ha llovido. Por eso, cuando echo la primitiva, siempre marco el trece y nada más. Quizá, en alguna ocasión, tache el treinta y uno; o el uno y el doce; o el dos y el once; o el tres y el diez; o el cuatro y el nueve, o el cinco y el ocho; o el seis y el siete; o el siete y el seis; o el ocho y el cinco; o el nueve y el cuatro; o el diez y el tres; o el once y el dos; o el doce y el uno; y cosas así. Mis compañeros de clase de aquel año, en plena época de fastos comulgantes y de convites con señoras gordas y de fotos sobre la chimenea de infantes e infantas con vello en los bigotes, me preguntaron aterrados el origen de este afecto mío. Y yo cogí una pelota de tenis que se encontraba en el suelo y me la metí en la boca. Y así hasta hoy.
De pequeño, sólo compré plastilina negra, ante el estupor de compañeros, familiares, y hasta del tendero. "Llévate la roja, o la azul, o la verde, pero la negra no, la negra no es para venderse." Y yo dije que no, que me dé la negra, la negra, ¿Me entiende? La negra. Un buen día, mis nazarenos de plastilina negra se derritieron sobre el armario de los exámenes y adoptaron unas posturas goyescas que no he podido olvidar jamás, ahí sentado, con la barbilla apoyada en los puños y los ojos bien abiertos. Nadie parecía darse cuenta, ahí, al fondo, les alumnes confeccionaban un mural en el suelo sobre algo relacionado con la pascua. Los muñecos negros de plastilina arqueaban los brazos como cogidos por la yunta de unos bueyes. Parecieran también escrupulosos arroceros tratando de llevarse limpios los sacos del arroz, uno en cada mano. En la pizarra, dos grupúsculos humanos en chándal pugnaban encendidos: se trataba de dilucidar si la joven Sharon Stone tenía tablas suficientes como para derrocar a Kim Basinger en el altar de las mujeres deseadas. Borrador y tiza en mano, el líder de cada facción borraba y escribía por turnos, jaleado por su gris cohorte. Y los muñecos seguían ahí, y yo no podía sacarme de la cabeza a Michel Pfeiffer bajando en el ascensor en el precio del poder. Y al volver a mirar encima del armario sólo pude apreciar una mancha negra y un intenso olor a aceite que me dejó imbécil. Y así hasta hoy.
viernes, 18 de septiembre de 2009
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6 comentarios:
¡Vaya! Ntsch... ¡Qué lástima de nazarenos! ¡Con lo majos que te habían quedado! Esta clase de cosas son las que le joden a uno la infancia, sí...
Cuando empecé a estudiar ruso y a ir por allí, lo que más me llamó la atención es la diferente mentalidad del lenguaje. Un español te pregunta "¿Quieres un café?" o "¿Quieres ir al cine?", pero un ruso siempre dice "¿No quieres un café?" "¿No quieres ir al cine?", y nunca dirán que alguien es feo, dicen que es no guapo.
A lo mejor has sido ruso en otra vida.
Somos del Atlantis.
La plastilina negra siempre fue mi favorita. Parece mierda confitá.
Incluso en el SÍ hay muchos noes. Pero no viceversa.
Por cierto, me alegro de que todo sea tan negro de repente. Di no al blanco. El blanco es como un sí eterno.
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:)
Pepa es Dios. Hágase su voluntad.
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