Un esquiador dadaísta tiene una excusa: su caso es como el de esas muñecas chinas de segunda categoría que lloran cuando habrían de reír y ríen junto al cadáver recién estrenado de una niña de nueve años, con los brazos muy abiertos como un arcángel ebrio, o una gitana recibiendo el premio de la lotería. El esquiador, por ser dadaísta, soporta también un drama: cuando intenta explicarlo, su boca ya no es más que el borde resbaladizo de una trampa para pavos reales, y lo que pretendía ser sentencia se vuelve chiste, y el ejemplo único, y los párpados castañuelas.
El esquiador, sabiéndose dadaísta, vestirá el discurso con faldas y dará una palmadita paternalista a cada palabra que se precipita como si fuera la última, buscando el reconocimiento de otras que quedaron suspendidas en la liviandad de su atonía, y las enseñará a adoptar posturas impensables en pleno descenso, y las rematará con tildes gruesas allí donde la aerodinámica desaconseja. Si es dadaísta, un esquiador dirá que la puerta del despacho está abiertá, y firmará los albaranes del repartidor de bollería con los restos de las formas verbales depositadas en el empeine de sus zapatos.
En todo el proceso, un esquiador dadaísta se pondrá muy digno y fingirá que trataba de salvarlas en el aire, apuntillándolas en el suelo cuando el otro no mira.
miércoles, 12 de enero de 2011
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